sábado, 14 de marzo de 2009

La mediocridad del policial negro argentino, por Orlando Barone

La Argentina policial negra es una mediocridad colectiva. Lo más importante que dijo la jueza Carmen Argibay no fue lo más difundido. Porque fue la intromisión a un negocio exitoso.

Ella dijo que los medios y el periodismo tenían responsabilidad en la exageración con que se difundían las noticias policiales. Si un crimen se pasa 358 veces, ese crimen se convierte en 358 crímenes.

También si el desconsuelo y las maldiciones del deudo, damnificado por un delito cercano, se reproducen durante horas y días, el desconsuelo y la maldición individual parecen emitidas por una muchedumbre.

Este exceso de tragedismo es fiel al público que lo demanda y lo consume. Se nos hace la sangre la boca para que nos den una y otra vez la pócima vampírica. Porque ese público – digámoslo sin diplomacia: nosotros – padece un siniestro encantamiento con el show trágico y varios de nuestros periodistas de los últimos años – que a lo sumo aspiraban a mediocres - se hicieron estrellas y ganan mucho dinero adscribiéndose con entusiasmo al folletín y al fiscalismo.

Naturalmente, quienes más ganan son los medios. Es cierto que también ganan con la EXPOAGRO, pero esta solo se hace temporalmente y ya tiene dos dueños absolutos. La oposición, la más mediocre de toda la historia política desde aquella que decía que Evita era puta, se cuela en el circo y brama palabras disparatadas como balas al voleo. No hay sobremesa o reunión de personas aparentemente pacíficas donde basta que una cuente alguna desventura de la que fue víctima, para que las demás entren en competencia y cuenten la suya.

Se tientan a mentir con tal de no perder protagonismo. Todavía fresco el asesinato, los deudos ya actúan de deudos como profesionales. Y antes de que llegue el movilero van a la modista y a la peluquería. La pasarela es irresistible, y el que no puede subirse a ella triunfando, se sube aunque sea como víctima. Por la pantalla o por cualquier otro soporte, no se sabe cuantos son empujados a agrandar su testimonio para darle el gusto al entrevistador o porque intuyen que si no exageran y hasta mienten ya no los llaman de los medios.

La noticia policial desmesurada, igual que una piedrecita echada al agua que propaga círculos concéntricos, produce todo un circuito de dramatismo escénico. Madres, hermanos, amigos, parientes, tíos abuelos, primos segundos y vecinos forman el elenco gutural que, una vez que dejan de llorar, quieren el decreto de aniquilamiento.

Lo más curioso –para no decir lo más triste- es como la semana pasada la Argentina policial negra se entregó a revelar su apasionado fervor por la muerte que nos devolverá el hipotético orden hoy desordenado.

Ese orden blanco y cristiano que tantos ruegan a los Santos todavía nostálgicos del militarismo pro patíbulo. Nadie parece darse cuenta de que por más inocentes que sean, podrían ser ellos los ajusticiados por error de semblateo o porque la calle estaba a oscuras.

Lo paradójico es que algunos famosos a los que el éxito y la riqueza les sonríe más generosamente que a ninguno, en vez de contenerse por pudor de agradecimiento a la vida, sean abanderados de abolirla.

Si en las próximas elecciones la instigación del voto es la inseguridad, el miedo o la venganza, esta sociedad va a demostrar cuál es su mejor idea sobre la democracia. Los medios no van a aflojar porque aunque descienda el delito a sólo uno, van a reproducir ese único crimen 358 veces.

Y el público, aunque sepan que lo engañan, seguirá engañándose. Porque el pregón del terror tiene más rating que el de tranquilizar. Y porque la sed de venganza nos inspira más que la justicia.

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